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Back to topActividad Cosmopoética
Entrada libre hasta completar aforo
Biografía
Poema
EL SENTIMIENTO DE LA SOMBRAS
Él regresaba todas las vacaciones aunque ya estaba muerto.
La brasa del tabaco se veía brillar en el pasillo,
se oía de nuevo su voz entre la tinta gastada de los azulejos.
Al acercarse, ella le acariciaba la cara con sus manos
rotas por el reúma y la vejez,
le miraba a los ojos con sus párpados
que temblaban de tanto esperar.
En la penumbra acercaba sus labios cada vez más diminutos
a los labios de él para sentir volver la vida,
los mundos profundos y desconocidos de su respiración.
Él olía al carbón de los trenes
con los que había atravesado la península,
al periódico de las estaciones,
al escay de los paisajes y de los sueños.
Después se iban al café, ella ponía su montón de pastillas
encima de la mesa, le mostraba las fotos de los hijos,
le hablaba de las amigas que habían ido desapareciendo.
Él dejaba el nombre de pueblos lejanos sobre el mármol amarillo,
proyectaba su sombra sobre la postguerra perdida,
la miraba desde su juventud.
Aquella juventud de cines con censura, de orquestas
que tocaban como toca el pasado, con historias de amor.
Para él había una casa que estaba construida
a lo largo de todas las geografías, cartas donde contar
los sueños, postales del color del cinemascope.
Para ella, levantarse cada día antes de que amanezca,
construir el paraíso
como aquel poema de Vladimir Holan:
hacer café, preparar la colada, quitarle frío al mundo.
Haberse conocido en la niñez
no basta para la inmortalidad.
Encontrar una habitación donde estar juntos, en medio
de la noche, sobre el Ebro, no era luchar contra el tiempo.
La vejez es un monólogo con las sombras.
En el camino por donde iban de paseo solo hay polvo,
calor, llanura de insectos.
Al atardecer, el tiempo cae con fuerza.
Ella espera a que oscurezca, oye la sirena lejana
en la estación, aún cree que merece la pena esperar.
VIENE LA CLARIDAD
Viene la claridad.
El sol parece uno de esos jóvenes que pasa
junto a la boca del metro con bolsas llenas de alcohol,
feliz porque la llama de su cigarrillo empieza a iluminar el mundo.
Sí, viene la claridad y los pájaros, en el asfalto,
con las aceras mojadas por los equipos de limpieza,
continúan celebrando alguna despedida de soltero,
leves como ángeles, ebrios como dioses persiguiendo
un amor desaforados como emisoras musicales.
En todos los bulevares los anuncios luminosos
siguen encendidos como si esperaran una estruendosa
ovación
por ser testigos de los amores nocturnos.
Hay tatuajes pidiendo un taxi, cazadoras negras que se abrazan bajo las marquesinas de los autobuses,
chicas en traje de fiesta que se van a dormir a las páginas
de las revistas de los teatros.
Los grupos de ciclistas, los corredores solitarios
se lanzan, con sus colores deportivos, por las carreteras y los senderos del amanecer.
Allá abajo, en el parque, los últimos travestis
se abrochan los abrigos y echan el cierre a su jornada laboral.
Se oye cómo en los primeros informativos la democracia
medita cómo ser democracia.
Velados por la luz, los obreros que están en mi casa
arrojan en el contenedor los escombros
de mis crisis, de mis derrumbes,
de mis terapias y de mis fracasos.
El polvo de todo se levanta
como un versículo bíblico.
La memoria es una bolsa de ropa
esperando en un rincón a los mendigos, el tiempo
un puñado de astillas, un montón de muebles sucios
que los gitanos se llevarán. En los ceniceros, entre las viejas colillas,
se han quedado los insomnios.
Viene la claridad,
y al pasar por las habitaciones,
el aire se ha vuelto liso, dorado,
sin un pliegue de amenaza, sin rincones inhóspitos.
En esta claridad estará él, ligero como ese papel que flota
en los escaparates de los comercios a punto de abrirse,
como esa menesterosa apodada Madeleine Terff
que ha apagado su vela y el mundo
de los muertos y se encamina a los paseos a ver
el bullicio, el agua llena de reflejos y sin gravedad alguna.
Estará en ese instante en que ver las cosas
es como cerrar los párpados y mirar hacia dentro.
Ahora amo de él lo que no tiene materia: una biografía
hecha
por fotógrafos de pueblo, una vida minúscula
que se refugió contra el frío
e el brasero eléctrico de las utopías familiares.
Amo, llorando,
que fuera tan humilde que ni siquiera
mis hijos conocieran su rostro.
Tecleaba con dos dedos, en su máquina de escribir,
las normas de su insignificante paraíso:
seguir cultivando las arrugas de su cara.
La eternidad debe resultarle amarga:
sin viajes, sin amigos, sin periódicos.
Aburrido en las barberías y en los bares
del más allá por falta de conversación.
Perdido en esa duración del tiempo
por ausencia de los días de la semana,
de los cambios meteorológicos.
Abrumado por el silencio.
Escapándose todas las madrugadas
con esa claridad que sorprende aquello
que él añora: la música de una orquesta,
el pretérito perfecto del verano.
Viene la claridad, viene el mundo.
El azul atravesado por la estela de todos
los horizontes, lo que valió un hombre, lo que quiso,
cómo puede justificar que el futuro que ahora empieza
para él
también merece ser recordado.