Las hadas
Las botillas de cuero
se ajustan a mis piernas. Tengo ya
siete hijos. No hubo hada.
En el morral un viento
de bellotas y frío. No sé quién
me contó aquel cuento. De la masa
del pan era mi madre. Echo leños
al horno mientras crece
la levadura dentro
del molde de la artesa. Con harina
en la tabla redondeo los panes.
Era esto. Aparto con la pala
mi dolor y las ascuas. Vienen ya
mis muchachos y el hambre.
Come y calla. Acude
el perro a las migajas y en sus ojos
me miro mi yo huérfana. Cuchara
y paso atrás. Sola voy
en la noche. La vida
cabe aquí, en la intemperie
de mis pies doloridos. Y va mi corazón
dando las doce. Sin un beso
se adormece el candil.
Zapatos de cristal: bonito sueño.
Fuensanta
Yo llegaba del hule, sin zapatos,
a esperar el pincel y mis pesetas.
Se estaba bien allí, aunque dolía
a veces la quietud.
Levanta la cabeza, mira la ventana,
no te muevas, escucha
las campanas doblar de San Francisco.
Un hombre con navaja
estuvo ahí en el río.
Y ni vendas, ni arcángel
lograron taponar...
Si pudieras, Fuensanta,
apartar ese miedo. De tus ojos
quiero sólo la pena, ese cáliz de sombra
que pinta su pesar en las ojeras.
Limonada, y tranquila.
Porque nada, nada malo les pasa
a las chiquitas buenas.
De “Romance de la pena negra” a “Poeta en Nueva York”,
de la mano de Federico García Lorca
La niña que mamó leche de yegua
detrás de los pezones en llaga de su madre.
La que vio los fantasmas de la noche
blancos
en su dolor de oído.
La que espantaba a las gallinas
para que no picaran de los granos.
La niña que mamó leche de burra
y de cabra
y de yegua,
leche clara de hembra, diluida
entre el pus y las lágrimas.
La niña, hoy, en Nueva York.
Y cómo ella aquí, sin libros,
sin caballo, sin alforjas.
En el piso 63 de la Quinta Avenida.
Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora.
La niña que aprendió a leer
en el nombre prohibido.
La que puso sus pesetas en el muñón
del mutilado, por Calle de la Feria.
La que sobrevivió al uniforme
y a los coches de línea y las matanzas.
La que dibuja historias en el sol
de cada cementerio.
La que escribe en el agua
febril de las alondras.
Esta hermana de leche de la loba,
sin zapatos,
aullando en el romero
florecido
por las torres mestizas de Manhattan.
Boceto para un paisaje
Cubramos todo el lienzo
de manchas agrisadas.
Detrás, las tantas sierras.
Los cercados de piedra que sostienen
la sed de media altura.
Los castillos enjutos
de las oscuras rocas,
amenazas de tiempo.
Los invisibles muertos
de azadón y navaja
apacentando sogas.
Ahora el bastidor
de un cielo de cristal
y el dolor de la torre, pico ámbar
de la paloma herida.
Varada a media loma.
La sed del aguadero.
Triángulo en la siesta
agridulce de otoño.
Y aquí cerca, tan tierno,
cascabeleando el verde
de las bellotas nuevas.