EPIDEMIA
Abrazo el pan,
la sagrada forma.
Brizna a brizna lo desligo
entre los huesos y la sal.
El tambor en el pecho,
la epinefrina.
La matriz se derrama por los labios.
La infección se propaga desde la espuma.
INTERIOR EN PIGNETO
El azul ha conquistado el baño.
Las esquinas florecen en círculos de nieve.
Mi pulmón izquierdo me cuenta
que nunca fue tan verde la felicidad.
El derecho sonríe mientras nos ahogamos.
La ventana no es suficiente,
las sábanas húmedas crujen la escarcha.
Noto las tablas bajo los riñones.
Non ti muovere, non ti muovere.
Dile a mamá que fui feliz cuando Roma infectó mi cuerpo.
Descríbele
con detalle
los restos que encontréis bajo el diafragma.
EL ORIGEN
Tengo 15 años. Lápiz en los párpados, barro en las uñas, sangre en la vagina.
Tengo 15 años y estoy cubierta de miedo y miel.
Me quemo los nudillos de tarde en tarde.
Engullo carne, harina, azúcar, engullo plástico. Aceite coagulado pastando por mi
pleura.
Tengo 15 años y la boca hinchada. Soy virgen. No paro de escribir en las paredes, voy
dibujándome estrellas en los talones, llaves en los tobillos.
Tengo 15 años, un novio de 4, manchas en los iris y una ruta favorita de camino al
hospital.
15 años, vestido roto, ampollas en los pies, una soga al cuello, miles de tinteros en la
garganta, y hambre.
Tengo tanta hambre que muerdo las columnas de cemento, desgarro las manzanas y el
algodón, y, si te pusieras delante, te mordería a ti con tal de machacar algo con las
muelas, y llenar mi estómago, y mi diafragma, estrujar algo entre los meñiques y que
derrame jugo.
Tengo 15 años y alergia al zumo de la fruta. Beso las naranjas sin podar, aún cubiertas
de hojas, como un augurio de muerte y olor.
LOS OJOS DE DIOS
Vuestra piel era rugosa
-el suelo estaba frío-,
las manchas en el hormigón.
Dios nos miraba y reía, nosotros
nos movíamos apresurados,
rápido, lento, una y otra vez.
Nosotros
cogíamos nuestras yemas,
tocábamos al de enfrente.
El niño de los ojos azules
cuidaba de mí -niña
de los ojos azules-,
no quería mi lengua el niño de los ojos azules
-estaba asustado-.
El niño de los ojos azules
corría, corría, corría,
rugía, miraba y tocaba mis rizos,
pero no sonreía
-ahora-,
no sonreía el niño de los ojos azules.
Cortó su pelo, cortó su pecho,
el niño de los ojos azules se puso una capa.
El niño de los ojos azules tenía nombre de mujer.
Dios seguía riendo.
Dios no paraba de reír -y de gritar-.
Dios no paraba de cruzar las piernas,
y nos miraba, y nos gustaba.
Él decía que no, pero nos juzgaba, y nosotros repetíamos.
Contábamos los agujeros, contábamos las arrugas,
contábamos los ojos, los dientes,
contábamos cada uno de los días,
contábamos las yemas,
contábamos los pasos,
las baldosas.
Dios reía, Dios no dejaba de reír.
Yo sabía expresarme con la lengua.
La lengua era mi mundo,
de lengua la cúpula sobre el jardín,
de lengua la Torre de Babel,
mi lengua.
Lengua era el niño.
Lengua recorría, os perseguía.
Lengua tocaba lengua
os ensalivaba, mi lengua
os reproducía mi lengua,
se nombraba una y otra vez en lenguas.
Nombrada una y otra vez. Mi lengua os quería.
Y lengua éramos,
infectados detrás de la celda,
éramos niños en el patio del recreo,
éramos enfermos jugando a ser enfermos
-somos los enfermos que jugaron demasiado a estar sanos,
somos los enfermos que abrieron sus yemas por verse reflejados en el otro-.
Un día corté los dedos de Dios
y Dios me miró, y no sonrío.